domingo, 4 de julio de 2010

Abrir los ojos

Fausto le tenía miedo a muchas cosas. Al agua, a los bichos, a la gente desconocida, a las personas mayores, al tobogán, a la hamaca, al triciclo y a los fideos con tuco que, según él, parecían gusanos.

Cuando en el verano su familia iba a pasar las vacaciones a la playa, su mamá lo quería llevar a jugar al mar, pero él se quedaba lejos, sentado bajo la sombrilla con remera y medias y zapatillas.

Como le tenía miedo al sol porque quemaba, se quedaba debajo de la sombrilla y no se movía de ahí hasta la hora de volver a su casa.

Tenía muchos juguetes de muchos colores, palas, moldes, baldes, rastrillos y otras cosas de gran utilidad para un chico que necesita divertirse en la playa y por eso había siempre otros nenes que querían jugar con él. Pero Fausto no quería saber nada. Le daba mucho miedo que le robaran un juguete o se lo rompieran.

Como casi no sabía hablar lloraba mucho y así todos se enteraban de las cosas que él no quería hacer.

Si le querían sacar los zapatos para que jugara en la arena, lloraba; si le tocaban un baldecito, lloraba; si el sol entraba por debajo de la sombrilla, lloraba.

Ya en su casa se sentía tranquilo porque podía jugar solo y tomar la leche con galletitas.

Fausto tenía una hermana que siempre andaba por ahí cantando y saltando, pero a él no le gustaba tener una hermana porque a veces la mamá le pedía que le prestara algún juguete y él tenía mucho miedo de que no se lo devolviera nunca más o de que se lo rompiera.

Margarita no entendía muy bien por qué su hermano estaba siempre tan triste o enojado, pero como era el único hermano que tenía andaba siempre buscándolo para jugar, aunque no fuera tan divertido.

Los dos dormían juntos en un cuarto con dos camitas separadas por una mesa de luz chiquita en la que la mamá había colocado uno de esos veladores que dan una luz pálida, debilucha para que uno lo pueda dejar encendido toda la noche.

Porque a lo que más miedo le tenía Fausto, era a la oscuridad.

Por esa razón la mamá lo dejaba dormir con la luz prendida.

De tanto estar con su hermano también Margarita se empezó a asustar cuando llegaba la noche y a pensar que, a lo mejor, algo terrible podía pasar si se apagaban todas las luces.

Por suerte, Margarita le contó todo a su abuela un día que fueron juntas a la plaza. Su abuela, a su vez, le confió un secreto. Gracias a ese secreto Margarita se sentía segura, porque sabía qué hacer si alguna vez se quedaba a oscuras en algún lugar.

Todos le tenemos miedo a la oscuridad, le había dicho la abuela Amelia, pero lo importante es saber esperar la claridad. Vas a ver que cuando todo está oscuro, aunque al principio te parece que no se ve nada, de a poco, la claridad que manda la luna se mete a través de la ventana .

Desde entonces, Margarita andaba tratando de quedarse a oscuras para ver qué pasaba, pero no podía porque ni bien llegaba la noche Fausto prendía la luz enseguida y no había manera de hacerlo cambiar de opinión.

Un noche se despertó sobresaltada escuchando llorar a Fausto que gritaba asustado: ¡La luz, la luz! ¡Mamá se apagó la luz!.

-Ya voy Fausto, le decía la mamá, esperá que se cortó la luz y no se ve nada. Estoy buscando una linterna.

Margarita abrió bien los ojos y se acordó de su secreto. Ahora la voy a ver se decía. Seguro que va a venir.

Como Fausto lloraba mucho Margarita lo agarró de la mano y le dijo:

-Quedate tranquilo y abrí los ojos que ahora en un ratito por esa ventana va a entrar la claridad, me lo dijo la abuela.

¡Buaaaa!, lloraba Fausto. ¡No quiero abrir los ojos! ¡ Tengo miedo! ¡Quiero la luz!

Margarita seguía viendo todo oscuro pero estaba tan emocionada esperando ver la famosa claridad, que se olvidó de tener miedo y por eso tenía los ojos bien abiertos.

De repente unos rayitos de luna empezaron a colarse por las rendijas de la persiana. Era como una neblina blanca. La lucecita comenzó a iluminar de a poco toda la habitación. Pudo ver la forma de las camas y darse cuenta de dónde estaba la puerta, y después la ventana y la cortina.

¡Mirá Fausto! ¡ Mirá la claridad!, le decía. Pero Fausto se negaba a abrir los ojos y pateaba cada vez más fuerte contra el suelo.

- ¡Mamá! ¡Vení¡

Margarita se levantó despacio y tratando de no llevarse nada por delante, llegó hasta la ventana y levantó la persiana un poco. Miles de rayos de luna salieron disparados por todos lados como si fueran fuegos artificiales.

Era verdad, pensó, ahí estaba finalmente la claridad.

En ese momento volvió la luz y la casa se llenó de un fogonazo de electricidad, porque de tanto intentar averiguar qué era lo que estaba pasando, sin querer, los papás habían dejado todas las luces prendidas.

Al fin Fausto abrió los ojos. ¿Volvió la luz? Preguntaba restregándose los ojos rojos de tanto llorar.

¿No la viste? le dijo Margarita.

¿Si no vi qué?, le preguntó mientras se acostaba asegurándose de dejar encendido el velador de noche.

-¡La claridad! Entró por todos lados. Toda la pieza se iluminó.

-¡Mentira! Sos una mentirosa. Lo que pasa es que vos me querés sacar el velador, pero es mío. ¡Mamá! ¡Margarita me quiere sacar el velador!

- Lo único que falta es que ahora se pongan a pelear ustedes dos. Margarita devolvele el velador a tu hermano, ¿No ves que es chiquito y tiene miedo pobre? . ¡Todo el mundo a dormir!

Al fin el silencio invadió la casa una vez más. En la habitación brillaba la luz amarilla del velador de Fausto.

En su cama Margarita cerró los ojos para dormirse, feliz de haber abierto los ojos en medio de la oscuridad.

jueves, 1 de julio de 2010

Algo nuevo para Lola

Lola vivía en un barrio lleno de edificios muy altos. El barrio quedaba en una ciudad muy grande . Todos los barrios de la ciudad eran parecidos.

Por eso a la gente le daba lo mismo vivir en un lugar que en otro, porque todos los barrios eran casi iguales. Eran tan iguales que a veces las personas se confundían y se perdían.

Su papá le contaba que cuando él era chico los barrios eran todos diferentes y en cada uno había plazas llenas de juegos en donde los chicos podían salir a correr y a encontrar amigos. Pero ella no podía ni imaginar algo así, porque nunca lo había visto.

Tampoco había visto la luz del sol , ni el cielo celeste que aparecía en las películas viejas.

Cuando salía a la calle, siempre de la mano de su mamá, solo podía ver la espalda de las personas que se iban y las barrigas de las personas que venían. A veces se detenía a mirar con detalle los botones de los sacos de la gente que cruzaba. Se había dado cuenta de que había muchos tipos de botones, grandes y chiquitos, de mujer y de varón, algunos con formas raras.

Sabía que no tenía sentido mirar para arriba, para arriba solo se veía un enjambre de balcones grises que crecía hasta perderse en más balcones grises.

Al principio miraba también la cara de las personas grandes, pero con el tiempo se había cansado. Era tan aburrido como tratar de diferenciar un edificio de otro, o un barrio de otro. Todas las caras eran iguales.

Serias.

Tristes.

Aburridas.

Preocupadas.

Con la mirada perdida. Hacia adelante.

Ni hacia arriba, ni hacia abajo. Hacia adelante.

Claro que ella nunca estaba adelante, ella era chiquita. Ella siempre estaba abajo.

Pero nadie miraba para abajo.

Se había acostumbrado a andar con el brazo levantado, colgando de la mano de la persona grande que la acompañaba. Pero ya no miraba para arriba, sabía que arriba no había nada para ver, y también sabía que nadie iba a mirar para abajo.

Durante un tiempo intentó ella también caminar mirando hacia adelante, pero el paisaje no cambiaba: espaldas, barrigas, espaldas, barrigas.

Un día, por andar mirando un botón verde con forma de flor que tenía una señora gorda en un saco de lana roja, se tropezó y se cayó al suelo.

- ¿Dónde estabas mirando?, la retó su mamá enojada. Tenés que mirar adonde ponés los pies, le ordenó.

Así fue cómo, desde ese día Lola empezó a caminar mirando el suelo.

Nunca se hubiera imaginado que había tantas cosas para mirar allí abajo.

Papelitos de chocolates o caramelos que la gente tiraba al pasar. Hojas amarillas y secas que se habían caído de los árboles. Monedas que alguien sin darse cuenta había perdido.

Y así, día tras día, cuando iba y volvía del Jardín de Infantes, Lola se entretenía mirando el mundo del suelo, que, después de todo, era el que le quedaba más al alcance de la mano.

Mirando esas cosas, intentaba entender lo que los adultos hacían en un mundo, que para ella quedaba demasiado alto.

Un día se le ocurrió que podía juntar las cosas que iba encontrando en el camino para averiguar qué eran.

Con el tiempo tuvo una buena colección de pedacitos de cordones de zapatos, papeles de chicle, colillas de cigarrillos, piedritas, ramitas, pedacitos de papel, tarjetas de teléfono usadas, y otras cosas más que le parecían muy interesantes.

Aunque Lola no lo sabía su papá siempre espiaba de lejos lo que estaba haciendo, así que cuando se dio cuenta de que a Lola le gustaba coleccionar cosas, decidió buscar algo que fuera especial.

Sin pensar, salió a caminar por la calle. Afuera hacía frío y el viento revolvía los papeles y las hojas que andaban tirados por ahí. Por más que miraba y miraba no encontraba nada que Lola no tuviera en su colección. Así que caminó y caminó durante muchas horas hasta que, finalmente, casi en el límite del barrio, que era casi el límite de la ciudad, consiguió algo diferente: el pétalo de una rosa.

-¡Un pétalo de rosa ! pensó. Desde chiquito que no veo una . Esto sí que le va a gustar, se dijo y decidió volver a su casa.

Cuando llegó ya era tan tarde que Lola dormía . Le dio un beso, dejó el pétalo de rosa junto al resto de las cosas de la bolsita y se fue despacito para no despertarla.

Al día siguiente Lola se dio cuenta enseguida de que había algo diferente entre sus cosas, pero no podía saber ni qué era, ni de dónde había llegado.

- Mirá papá , le dijo en el desayuno, un ratón me regaló una hojita rosada .

El papá sonrió y le dijo: es un pétalo de rosa.

- ¿Qué es una rosa?, le preguntó Lola intrigada, porque en esa ciudad tan gris y sin cielo, ya hacía mucho tiempo que no crecían flores.

En ese momento el papá se dio cuenta de que Lola nunca había visto una.

Hasta ese día, tampoco se había dado cuenta de que, también él extrañaba las rosas, y no solo eso, sino el cielo, y el pasto y muchas otras cosas lindas, que su vida ya no tenía. Pero estaban demasiado lejos. No podía viajar hasta allá con Lola, pero tampoco quería dejarla para ir a buscarlas. Lola era todavía demasiado pequeña para entender.

Durante muchos días anduvo más triste que de costumbre porque no se podía decidir.

Lola no quería que su papá se fuera lejos, pero todos los días volvía a preguntarle por las rosas, porque era muy, pero muy curiosa.

Un domingo, sin que nadie se diera cuenta, el papá de Lola buscó su bicicleta vieja y salió a recorrer las calles todavía dormidas. Quizás encuentre alguna en un balcón cercano pensó. Pero no fue así. Ya no quedaban flores en ese barrio, ni en esa ciudad. Ya no quedaban flores, porque ya nadie se acordaba de las flores.

Andando y andando llegó al límite de los edificios altos, al final de los barrios que quedaban uno al lado de otro y que eran todos iguales. ¡Cuánto tiempo hace que no venía por acá!, se dijo.

El mundo del otro lado era muy extraño, o por lo menos muy diferente al mundo al que se había acostumbrado.

No había calles, ni autos, ni negocios, ni música fuerte por todos lados.

Sintió un poco de frío. Era el viento. Como no había edificios se sentía más fuerte y le pegaba en la cara. Tuvo un poco de miedo porque ya no se acordaba de cómo era vivir al aire libre, pero al rato volvió a su bicicleta y pedaleo con más fuerza que antes.

No tardó mucho en encontrar un paisaje diferente: flores, pájaros, perros y gatos, tortugas y caracoles y muchas otras cosas que no veía desde que era chico. ¡Cómo me gustaría que Lola estuviera aquí conmigo! pensaba, sin dejar de buscar .

Era ya casi de noche cuando las vio: un enorme rosal lleno de rosas rojas de todos los tamaños. Se llevó la más bonita y la guardó cuidadosamente en su mochila.

Al regresar ya era de noche y en su casa todos dormían. En silencio dejó la rosa sobre la almohada de su hija y se fue a la cama.

A la mañana siguiente Lola descubrió la rosa y la agregó a su colección. Era más hermosa que cualquiera de las cosas que había juntado del suelo y por eso la cuidaba mucho.

Su papá, sin embargo, sabía que en el mundo de afuera había muchas cosas hermosas que Lola todavía no había descubierto. Muchas cosas que él también quería volver a ver.

Desde ese día nunca más pudo quedarse quieto en el barrio, que quedaba adentro de la ciudad, en donde todos los barrios se parecían a los otros barrios.

Así, todas las semanas salía a buscar algo nuevo para la colección de Lola, y ella se quedaba esperándolo, aunque a veces tardara un poquito en volver.

El canto de la jirafa

Nunca nadie había escuchado hablar a la jirafa. Durante mucho tiempo la gente del zoológico, y también las mamás y los papás y los chicos que iban de visita, pensaron que las jirafas no hablaban y que así estaba todo bien.

Los demás animales ni siquiera se habían dado cuenta, porque la jirafa, que era la única y verdadera jirafa africana que se había criado en Sudamérica , vivía en una jaula especial, solo para ella.

Desde lejos la veían pasearse con su cuello larguísimo y bien estirado, siempre seria, siempre peinada y prolija, siempre moviéndose lenta y elegante.

Mientras la gente se agolpaba sobre las barandas para verla y le tiraba galletitas ella nunca corría, ni se acercaba demasiado.

Los monos mientras tanto, hacían un tremendo lío, empujándose entre ellos, colgando de las ramas y subiéndose unos encima de los otros.

Desde la jaula de enfrente la miraban curiosos cuando, cansados de tanto saltar y gritar, se desparramaban en el suelo y se daban a la tarea de sacarse los piojos.

Los domingos por la mañana el zoológico se convertía en un verdadero alboroto. Los gallos, encargados de interrumpir el sueño anunciando la salida del sol, quebraban el silencio de la noche con estruendosos y agudos quiquiriquíes. Luego el león, siempre primero en despertarse, rugía haciendo temblar hasta la última ramita de los árboles. Y como si les hubiera dado permiso, todos los animales se lanzaban animados a gruñir o rebuznar o cacarear o cloquear o chillar o a lanzar cualquier sonido que se pareciera lo más posible a un “Buenos días. Tengo hambre. ¿Ya es hora de desayunar?”.

A eso de las diez se abrían las puertas y un sinnúmero de chicos colgando de globos voladores y de adultos tironeados en forma despiadada hacia los muchos kioscos que ofrecían galletitas con formas de animales o juguetes o silbatos o gorros invadía el zoológico murmurando, riendo, cantando, llorando, gritando, protestando o suspirando.

La jaula de Josefina, la verdadera jirafa africana, estaba al final del recorrido, muy cerca de un gran espacio vacío. A veces eso la hacía sentirse todavía más sola. Una vez, recién llegada, cuando era todavía chiquita y las patas flacas se le doblaban, había intentado hablar con los monos. Pero ni siquiera la habían escuchado, era tanto el ruido que hacían y tan ocupados estaban peleando y discutiendo entre ellos.

Los llamó varias veces pero, al ver que nadie la escuchaba dejó de intentarlo y se contentó con mirar y callar. Tanto que se olvidó de cómo era el sonido de su voz y con el tiempo empezó a pensar que debía tener una voz desafinada y afónica y que por eso nadie la quería escuchar. De modo que a pesar de que le hubiera gustado decir muchas cosas, dejó de hablar.

Cuando llegaban las personas ella se asustaba mucho y se quedaba lejos. Ni siquiera se le hubiera ocurrido que, a lo mejor, alguno de ellos estuviera interesado en conversar aunque solo fuera un poco.

Una mañana, unos ruidos extraños la despertaron. Abrió medio ojo y vió que algo nuevo sucedía en el terreno de al lado. Un montón de hombres con palas y máquinas trabajaban colocando un enorme bulto redondo y puntiagudo. ¿Qué sería? ¿Una nueva jaula? ¿Tendría un nuevo vecino? Se restregó los ojos con las patas y miró con más atención, pero pasaron varios días hasta que finalmente pudo comprender de qué se trataba.

¡Una calesita! ¡Una calesita! ¡Mamá, quiero ir a la calesita! Comenzó a escuchar gritar a los chicos. ¡Dale, mamá! ¡Dale! ¡Llevame! ¿Me llevás!

¿Qué estaba pasando? se dijo, mientras se acercaba para mirar con más atención.

También ella, se sintió por un momento parte de la marea de chicos que arrastrados por unos sonidos diferentes querían subirse y dar vueltas sin cesar.

“Al este y al oeste llueve lloverá, una flor y otra flor celeste del Jacaranda” escuchó cantar y el corazón le dio un salto desconocido. Y allí se quedó , toda la tarde, pegadita a la baranda, que ya no le parecía tan peligrosa, mirando a los chicos dar vuelta y repitiendo para si la música y la letra de las canciones, que eso eran, aunque ella no lo sabía.

Esa noche al dormir soñó con el África. Como un susurro se escuchaba el melodioso retumbar de los tambores y entre las ramas de los árboles las aves más hermosas entonaban cantos a distintas voces. Tanta emoción le llenaba el corazón que casi sin quererlo, también ella, Josefina, la verdadera jirafa africana, empezaba a cantar, y su canto no era ronco y desafinado como tantas veces había temido, sino dulce y agudo como el de un jilguero enamorado.

Se despertó de golpe y se dio cuenta de que aún no había salido el sol y de que todos en el zoológico dormían.

Podría intentarlo, pensó para si, sintiéndose segura entre las cuatro paredes de su casa.

Con un hilo de voz lanzó la primera nota, y luego un poco más fuerte la segunda y así hasta que bajito cantó por primera vez la canción entera : “Al este y al oeste llueve lloverá...” No estuvo tan mal se dijo animándose una vez más y un poquito más fuerte. Así cantó y cantó una y otra vez hasta que su voz se hizo fuerte y su canto cálido inundó el zoológico como un río .

Ni el gallo se animó a interrumpir, ni el león a sacudir la melena. Los monos no se acordaron de pelear ni de tirar cáscaras de bananas. Al fin, luego de varias horas de cantar, Josefina decidió salir para tomar un poquito de agua, esperando encontrarse sola como siempre, porque ella estaba segura de que nadie la quería escuchar.

Cuál fue su sorpresa al ver que afuera, los animales del zoológico, y los chicos con sus globos y los papás y las mamás con los brazos llenos de paquetes de galletitas estaban allí para aplaudirla.

Ya no tenía que quedarse sola y callada. Tenía una linda voz y había muchos animales y mucha gente con ganas de escucharla. Orgullosa de su descubrimiento le pidió un favor a los cuidadores. Ahora en su jaula se lee un cartel que dice:

JOSEFINA , LA VERDADERA JIRAFA CANTORA AFRICANA

La guerra de las ciruelas

Una ciruela es una fruta bastante simpática.

No es lo mismo que nos digan que hay de postre “manzanas” o “naranjas” que “ciruelas”.

Las ciruelas son chiquitas, redondas, suavecitas y de un color rojito muy tentador.

Una ciruela puede calmar la sed en verano.

Puede reemplazar un caramelo.

Si está pasada sirve para hacer dulce.

Si se hierve, compota.

Eso lo sabe todo el mundo.

Lo que no todo el mundo sabe es que una ciruela, puede desatar una guerra.

Era verano. Como todos los años, viajábamos a Mar del Plata huyendo del calor de Buenos Aires y no regresábamos hasta marzo, fecha en la que empezaban las clases.

Durante todos esos meses de vida en una casa con jardín, la de mi abuela materna, y más vida en otra casa con más jardín , la de mi abuela paterna, yo no dejaba de hacer planes acerca de la posibilidad de dejar de vivir en un departamento oscuro y cerrado en medio de los ruidos del barrio de Caballito en Buenos Aires .

El cielo, el pasto, los caracoles, el olor de la mañana, el canto de algún gallo que se escuchaba de lejos.

- ¡Mamá! ¿por qué no podemos quedarnos a vivir acá? ¿Por qué no podemos tener una casa? , le decía yo con mis esperanzados ocho años. Y mi mamá, que era soñadora por naturaleza, se sentaba a soñar conmigo y a hacer planes acerca de una posible vida en Mar del Plata, que por supuesto nunca llegó.

Por la tarde solíamos visitar a mi abuela Amelia, la mamá de mi papá . Al contrario de lo que pasaba en la familia de mi mamá, la familia de mi papá estaba llena de tíos abuelos, primos, parientes lejanos y cercanos, esposas de tíos y amigas y amigos y vecinos. Y casi todas las veces que íbamos de visita estaban todos allí tomando un licorcito con poco alcohol y mucha fruta que preparaba mi tía Josefina. Era un licorcito de ciruela, de las ciruelas que daba un árbol enorme y generoso que había en el fondo del jardín.

El jardín tenía tres árboles que daban frutas.

Un manzano.

Un limonero.

Un ciruelo.

El manzano era chiquito y daba unas pocas manzanitas que en general disfrutaba mi abuela. El limonero, como todos los limoneros de buena cepa, daba muchos limones durante todo el año, que se repartían en forma equitativa entre todos los visitantes, por orden de importancia empezando por los parientes más cercanos hasta llegar a los amigos más lejanos.

Pero no pasaba lo mismo con el ciruelo.

De ninguna manera.

El ciruelo era algo especial.

Desde los primeros días de diciembre los invitados se acercaban al jardín para espiar disimuladamente, haciendo cálculos acerca de la cantidad de ciruelas que le tocaría a cada uno cuando llegara el momento del reparto. Todos nos dábamos cuenta, pero nadie decía nada, al menos en voz alta.

Como yo era chica , y nadie me prestaba atención, los escuchaba muchas veces comentar:

“ Mirá ahí va Leopoldo a contar las ciruelas que hay en el árbol.”

O también cosas como:

“Este año no va a pasar lo mismo que el año pasado en que la llorona de Emita se llevó las más dulces y grandes.”

O aún peor:

“Hay que ser amarrete para venir acá a llevarse las ciruelas pudiendo comprarlas en el mercado”

Y entonces yo sabía que la guerra ya estaba comenzando.

La primera señal era la aparición de las primeras y mejores en un plato que mi abuela ponía en el centro de la mesa del comedor. Al pasar y de modo distraído cada uno hacía sus comentarios:

¡Parece que este año el árbol está dando muy lindas ciruelas!

¡ Las del año pasado eran más rojas y grandes, claro que a mi me tocaron solo unas pocas !

o también:

¿ Ya empezaron a madurar las ciruelas ? Mirá vos, casi no me había dado cuenta.

Mientras, y aprovechando la guerra de miradas y sobreentendidos que empezaba a desatarse, yo agarraba la ciruela más grande del plato y con la complicidad de mi abuela iba hasta la cocina para lavarla en la pileta y comérmela sentada en un banquito que había, escondido al costado de una mesa con mantel verde de plástico.

Amelia, sonriendo me decía : ¿Viste que roja está por adentro ? ¿Está rica? Yo asentía con la cabeza , sabiendo que no debía hablar de más, porque esto era un secreto entre ella, la ciruela y yo.

Fue justo el verano en que cumplí ocho años, cosa de la que me acuerdo muy bien porque me habían cambiado del colegio del barrio a un colegio muy caro que quedaba en el centro y que me daba dolor de estómago con solo llegar a la puerta

Ese año el reparto de ciruelas había comenzado un poco antes de lo acostumbrado, quizás porque había menos en el árbol, quizás porque mi abuela quería evitar los problemas de siempre. ¡Pobre! Todavía la recuerdo armando bolsitas en la cocina, tratando de contentar a hijos, hermanos y otros parientes que se consideraban merecedores de las tan codiciadas frutas.

Siempre había alguno que no quedaba conforme.

Siempre había alguno que llegaba tarde.

Siempre alguno se quejaba.

Lo que nunca me hubiera imaginado era que ese año la descontenta iba a ser mi mamá.

La guerra se había desatado y la artillería se preparaba en mi casa.

- ¿Te fijaste que le estuvo pasando una bolsa a Leopoldo a escondidas? , le decía a mi papá mientras íbamos en el auto de vuelta a casa.

Mi papá, que era experto en ignorar las tormentas que desataba mi mamá por motivos domésticos le contestaba con su acostumbrado:

- Y bueno, Martita, no importa...son ciruelas nada más....

Terrible error que aumentaba el “efecto indignación” de mi mamá que comenzaba a sospechar una confabulación en su contra tramada entre mi papá , sus tíos y sus padres.

Fue llegar a la casa y que mi mamá se arrojara al teléfono, que era uno de esos negritos con el marcador redondo de agujeritos.

De todo le dijo a mi abuela. Menos linda, de todo.

Pero no terminó ahí la cosa, porque media hora más tarde llegaban mis abuelos con una enorme cesta de ciruelas destinada a hacer las paces con mi familia.

Mi hermano y yo mirábamos quietitos sentados en un sillón que había al lado de la ventana.

Atrás en un fitito azul llegaban también mis tíos Leopoldo y Beatriz. Y cuando ya todos se habían bajado de los autos y se dirigían a la puerta vimos llegar también a Emita y su marido.

Ellos afuera, nosotros adentro. Cada uno evaluaba sus armas y estrategias.

En la calle, los tíos convencían a mi abuela de lo innecesario de “desperdiciar” tantas ciruelas para hacer las paces con mi mamá.

En casa, mi mamá aseguraba que daría vuelta la cesta entera en la cabeza de mi abuelo Arturo.

Timbre.

No se bien qué pasó. Fue todo tan rápido.

Cuando llegué a la puerta , montones de ciruelas rodaban por ahí, o habían quedado aplastadas contra algo. Al parecer o mi mamá no tenía buena puntería, o mi abuelo era bueno esquivando.

Una vez las ciruelas en el suelo, ya no había botín de guerra.

¡Las ciruelas! , fue lo último que escuché gritar antes de entrar.

Todos se miraban, inmóviles, incapaces de reaccionar. Solo mi abuela con la cesta en las manos empezó a juntar las ciruelas caídas.

Mi hermano y yo la ayudamos sin que nadie nos lo pidiera.

¿Qué vamos a hacer con esto abuela?, le pregunté mientras depositaba algunas que habían quedado bastante abolladas.

- Dulce, me contestó. Y esta vez, espero que alcance para todos.

- ¿Te puedo ayudar? le dije.

- Claro que sí , me respondió, esta noche lo hacemos juntas.

Salieron como veinte frascos de dulce de ciruela. Todos quedaron contentos y pronto volvieron a compartir las tardes como si nada hubiera pasado.

Yo no me daba cuenta, pero ahora lo sé.

Ese día ella me enseñó a ganar las guerras, con armas de mujer.