miércoles, 30 de junio de 2010

Secretos de arañas

Había muchas cosas por todos lados.

Papelitos, tapitas de botella, pedacitos de juguetes, lápices sin punta y hasta un chicle pegado debajo de un banquito.

Cada vez que llegaba a su casa, a la noche, después de pasarse todo el día trabajando en la Comisión de Telarañas y Afines, se encontraba con ese desorden y se ponía de muy malhumor.

Ser una araña desprolija es algo muy peligroso, pensaba.

Tanto que se puede hacer un gran lío.

Se puede enredar todo.

Pero sus hijos eran demasiado pequeños y no lo entendían.

Uno de ellos se pasaba el día tirado en un sillón, tocando rock con los hilos de la telaraña del pasillo.

El otro colgaba sus libros de la biblioteca sin importarle si la baba que caía sin tejer mojaba todo el piso y le arruinaba el lustre.

La nena, se colgaba del cable del teléfono y tejía unas telas con forma de espiral que más parecían resortes que telarañas.

“Vos no entendés de modas mamá”, le decía, cuando Musaraña le criticaba la falta de prolijidad del tejido.

El más chiquito no desordenaba tanto porque se pasaba todo el día afuera, jugando al futbol, con unos arcos de telaraña de la mejor calidad que le había regalado su Tío Filiberto.

Musaraña se sentía muy sola.

Pensaba que a nadie le importaba nada de ella.

Nunca nadie la esperaba con la comida lista.

Ninguno le preguntaba si le había ido bien o mal.

Claro que a veces, no aguantaba más y hablaba sola.

Tenía un novio que a veces la llevaba a pasear. Pero nunca tenía mucho tiempo para ella porque cuando era chico se había enredado mucho en los hilos de su telaraña y tenía que pasar muchas horas de su vida desenredándola. A veces cuando ya creía que la había alisado un poquito y se distraía, se le volvía a hacer un nudo y tenía que volver a empezar desde el principio.

Por eso Musaraña les decía a sus hijos que si no se ocupaban de mantener sus telarañas desenredadas ahora que eran jóvenes iban a tener muchos problemas de grandes.

Y así se pasaba la vida intentando que las telarañas de los demás salieran lindas o al menos estuvieran desenredadas. Casi no tenía ni tiempo de mirarse al espejo.

Un día quiso salir a trabajar como todos los días pero no pudo. Por más que movía sus ocho patas para un lado y para el otro, no avanzaba para ningún lado. ¡Tanto ocuparse de las telas de los demás se había olvidado de cuidar de la de ella!

Se miró y se dio cuenta de que la tela que había usado durante toda su vida ya no servía más. Estaba llena de agujeros, se le habían desatado muchos nudos y en algunas partes se había empezado a enredar.

Asustada se fue a visitar a una de sus amigas.

Cuando Lavanda la vio, se puso muy contenta porque como Musaraña siempre estaba muy ocupada, nunca iba a visitar a nadie.

“Esta tela ya no sirve. Vas a tener que tejer una nueva”.

- ¡¿Cómo una nueva?!, se quejó Musaraña. Yo no tengo tiempo de hacer una nueva. Y además, ya estoy vieja. ¿Cómo voy a empezar una tela nueva ahora que ya voy a cumplir como siete años? Las telas nuevas son para las arañas nuevas.

Lavanda se rió mucho de su amiga.

- Pero si yo ya voy por la cuarta tela. Bastante aguantaste vos con esta.

- Es que yo, le confesó Musaraña en voz bajita, ya ni me acuerdo de cómo tejer.

Como a Musaraña le daba mucha vergüenza el que todos se enteraran de lo que había pasado con su tela, Lavanda le ofreció ayudarla en secreto.

En casa de Musaraña nadie entendía por qué la mamá llegaba tarde a la noche, ya no se quejaba tanto de la limpieza y en cambio había empezado a guardar en su pieza un montón de hilos multicolores.

Los nudos nuevos eran difíciles de aprender y había que prestar mucha atención por eso Musaraña empezó a pasar mucho tiempo en silencio concentrada en su nueva tarea.

A veces no atendía el teléfono y otras se olvidaba de lavar los platos.

Los hijos se fueron dando cuenta de que algo nuevo pasaba y empezaron a espiar en secreto para averiguar que era lo que estaba haciendo su mamá.

La tela nueva era rara, no se parecía en nada a la vieja, sin embargo Musaraña notaba que podía volver a mover las patas con facilidad e incluso mucho mejor que antes, porque ahora, cuando nadie la veía, hasta daba pequeños saltitos.

Como cada vez le interesaba más su tela nueva se hizo muchas amigas que le enseñaban puntos diferentes. A todas les gustaba mucho esta idea de la telaraña multicolor y muchas de las arañas del lugar la empezaron a imitar.

Con el tiempo las casas del pueblo se llenaron de telarañas multicolores, brillantes y sedosas. Tan lindas eran, que las amas de casa del lugar ya no las querían limpiar y las dejaban como adorno.

La casa de Musaraña se convirtió en un gran taller de tejido y por el suelo estaba lleno de pedacitos de lana, de hilitos, de ganchitos y de agujas.

En verdad seguía estando todo bastante desordenado, incluso un poquito más que antes, pero a Musaraña ya no le importaba, había aprendido que todo lo que se enreda se puede desenredar y que siempre se puede empezar a tejer de nuevo.

El cuento requetecortito

Era un cuento requetecortito.

Cortito, pero muy cortito.

Más cortito de lo cortito que es un cuento cortito.

Apenas pasaban cosas.

Lo había escrito un autor que estaba muy apurado y no tenía demasiado tiempo para andar haciendo largos diálogos o descripciones muy detalladas.

Un día mientras se tomaba un café.

Pero no un café doble.

Un cafecito.

Uno de esos que se toman al pasar, cuando uno tiene que irse a otro lado.

Se le había ocurrido y lo había escrito en una servilleta de papel, de esas que hay en los bares.

En una servilleta que también era chiquita.

Claro que en una servilleta no se puede escribir muy bien porque se mueve para todos lados y a veces la lapicera se traba y se hacen manchones de tinta o quedan pedacitos en blanco.

En el cuento los personajes hablaban muy poco.

Eran todos tímidos o estaban enojados.

¡Grrrr! decía el enojado.

¡Brrrr! decía uno con gorra roja que siempre tenía mucho frío.

¡Ajá! decía uno que sospechaba siempre de todo el mundo.

Ninguno tenía nombre largo. No se llamaban ni Maximiliano, ni Catalina, ni Godofredo.

Los nombres de los personajes no tenían más de tres letras. Ana, Eva, Lia, Ben, Teo y Rex.

A él le daba mucha vergüenza. Casi no tenía hojas. Era finito. Alguien le había hecho unos grandes dibujos y eso le había dado algo de altura.

Los chicos más chicos pasaban rápido las páginas y miraban los dibujos sin prestar demasiado atención a las palabras. Los más grandes decían siempre: ¿ya está? ¿se terminó? ¿y nada más?, o lo que era mucho peor

“No, ese no porque es tan cortito que ya me lo sé de memoria”.

Una tarde estaba esperando en el estante de una librería cuando vio entrar a una señora bajita de tapado verde.

Quiero un cuento corto, le dijo al vendedor.

No, ese no, es demasiado largo. Uno más corto por favor. Pero no, este tampoco va a servir, repetía haciendo muecas de insatisfacción.

Luego de haberle mostrado casi todos los libros que tenía, Braulio se encontró frente a frente con el cuento requetecortito. Dudó un instante pero como ya no le quedaban libros que mostrar decidió hacer el intento.

¡Es perfecto! gritaba la señora entusiasmada y daba pequeños saltitos de alegría.

Lo envolvieron muy bien y se lo llevó en un paquetito que por supuesto era muy liviano y fácil de transportar.

- Alfonso, mirá lo que te traje, anunció con alegría la señora al abrir la puerta.

- ¡Otro libro! Pero mamá, seguro que este también es largo y me voy a quedar dormido antes de que termine, protestó Alfonso, dejando escapar un bostezo.

- Probemos una vez más. Nunca vi un cuento tan cortito como este.

A la noche, después de que Alfonso se cepillara los dientes, se pusiera el pijama y se acostara, la mamá se sentó en el borde de la cama para leerle el cuento de antes de dormir.

Alfonso ya se restregaba los ojos pero tenía muchas ganas de escuchar un cuento entero.

La mamá le leyó el cuento mientras espiaba para controlar si Alfonso se quedaba dormido o no. Pero todo iba bien y ya faltaban muy pocas palabras.

“... y así termina la historia”, concluyó.

Por primera vez Alfonso pudo responder:

- Buenas Noches mamá, ¡qué lindo cuento!.

- Buenas Noches, dijo también el cuento requetecortito, antes de acurrucarse feliz entre los libros de la biblioteca.

Pero claro, Alfonso no lo escuchó, porque ya se había quedado dormido.

martes, 29 de junio de 2010

Dos zapatos

Los zapatos de Dani estaban cansados de discutir.

Y es que nunca se podían poner de acuerdo.

Andaban y desandaban el mismo camino miles de veces.

El zapato derecho era serio y formal, le gustaba ir a la escuela y a las clases de inglés. Estaba siempre lustrado. Tanto que uno se podía mirar en él como en un espejo.

El izquierdo, en cambio, era aventurero. Le gustaban las plazas, los toboganes y los patios para correr o patear lo que fuera: pelotas, latitas, papeles abollados.

Uno andaba siempre atento al camino, el otro se tropezaba todo el tiempo.

La mamá de Dani no entendía por qué el zapato izquierdo estaba siempre tan destrozado y a veces pensaba en tirar ese par y comprar otro, pero claro, al rato miraba al zapato derecho, tan lindo y bien cuidado que le daba lástima y decía:

- Y bueno, no están tan mal. Pueden aguantar un tiempo más.

En esos momentos el zapato derecho se ponía orgulloso y miraba a su compañero con desprecio:

- ¿Te das cuentas de que si no fuera por mi ya hubiéramos ido a parar a la basura? ¡Irresponsable!

- Por supuesto, le decía el izquierdo, estaríamos lindos, lustrados y muertos del aburrimiento.

El que más problemas tenía con todo esto era Dani. Se ponía los zapatos para ir a la escuela y ya antes de llegar a la puerta sentía como el pie izquierdo se iba derecho a buscar la pelota de fútbol que asomaba detrás del sillón.

- ¡Dani! , lo retaba el papá. ¿Qué estás haciendo? ¿No ves que llegamos tarde a la escuela?

- ¡Es mi zapato papá, no soy yo!

- ¡Esas tenemos! Vamos que no puedo estar perdiendo el tiempo. No puedo llegar tarde a trabajar.

A veces las cosas eran mucho peor porque el zapato izquierdo se escondía y no quería salir por nada del mundo.

- ¿Otra vez se te perdió el zapato izquierdo? ¿No será que, como siempre, te olvidaste de lustrarlo y no me lo querés mostrar? Andá a buscar ese zapato y dejá de hacer lío.

Entonces Dani se tiraba debajo de la cama y empezaba a buscarlo mientras el pelo se le llenaba de pelusa y se le arrugaba todo el pantalón. Cuando al final lo encontraba estaba todo desprolijo y desarreglado.

-¡Qué desastre!, le decía la mamá, mientras intentaba fregar el zapato con el trapo de la cocina que tenía en la mano. Así no podés ir a ningún lado, vení que te pongo presentable.

El zapato derecho se ponía como loco porque sabía que estaban llegando tarde y tironeaba para la puerta.

- Dani quedate quieto que así no te puedo peinar.

Pero por más que Dani se esforzaba, el zapato derecho estaba demasiado enojado para obedecer y seguía tirando hasta que la mamá, cansada de moverse de un lado para el otro le decía:

- Andá así ahora, ya vamos a hablar cuando vuelvas.

Pero esos no eran los únicos problemas.

En el recreo los papeles se invertían .

Por suerte nadie podía escuchar a los zapatos discutir.

- Ni loco voy a jugar al fútbol. No escuchaste lo que dijo la mamá que se “rompen” los zapatos, que no son para andar pateando pelotas, que para eso están las zapatillas. Nosotros somos para la escuela.

- ¿Y dónde estamos?, le respondía el izquierdo. En la escuela, ¿o no estamos en la escuela?

Hasta que al final, Dani, que tenía muchas ganas de correr, salía a jugar y al rato, páfate, al suelo!

- ¡Pataduraaaa! Le gritaban los compañeros. Recién entrás y ya te caes.

Al final del día, después de haberse peleado, tironeado, pisoteado y desatado los cordones, estaban tan ofendidos el uno con el otro, que no querían ni verse. Entonces empezaban a caminar con las puntas para afuera.

“Dani camina diez y diez”, “Dani camina diez y diez”, le cantaban los chicos del barrio cuando lo veían volver de la escuela.

Una mañana Dani tomó una decisión: hasta que sus zapatos no se pusieran de acuerdo él no se los iba a poner. Enseguida los papás se dieron cuenta de que andaba descalzo.

No se quería poner los zapatos y no había manera de convencerlo.

- Pero Dani...te vas a lastimar, le decía la mamá.

- Vas a tener frío y te vas a enfermar, le decía el papá.

Pero claro, los que más preocupados estaban eran los zapatos.

El derecho andaba tan triste que se olvidaba de lavarse la cara.

El izquierdo estaba tan aburrido que había empezado a sacarse lustre con una franela vieja.

Cuando Dani los fue a ver después de unos días, no podía saber cuál era cuál y se los puso al revés.

Los zapatos estaban tan confundidos que no sabían qué hacer y por primera vez Dani se dio cuenta de que sus zapatos le obedecían. Los llevó a la escuela, al acto del 25 de Mayo, en donde se quedaron requietitos y después a la plaza a andar en bicicleta y a jugar a la mancha.

Le quedaban un poco incómodos, pero estaba tan contento de no escucharlos discutir que no le importaba.

A la noche, los pudo lustrar bien parejitos y los dejó listos para el día siguiente, feliz de haber tenido un día en paz.

- Hoy fue un día muy raro, le dijo el zapato izquierdo al derecho - muy bajito para que nadie los escuchara-, no tuve ganas de salir corriendo, ni de andar saltando, porque tenía que estar atento a dar el primer paso todo el tiempo. Las calles están todas rotas y las veredas llenas de barro. Si no me fijaba en el semáforo, los autos nos pisaban. Creo que te entiendo un poco más.

El zapato derecho, que se había pasado todo el día admirando el paisaje, mirando los colores de los papelitos del suelo y jugando a patear chicles y latitas, se puso un poco colorado al decir:

- Pero vos tenías razón. Estaba tan preocupado que me perdía todas las cosas lindas y divertidas del camino.

Dani los escuchó hablar pero se hizo el distraído, apagó la luz, se tapó hasta la cabeza con el acolchado para que los zapatos no lo vieran sonreír de satisfacción. Había ganado él solo su primera batalla contra las dificultades cotidianas. Y estaba bien, porque él ya no era un nene de jardín de infantes, acababa de empezar el primer grado.

No era de miedo

Cuando se despertaba por las mañanas los monstruos se entrechocaban unos con los otros y los enanos se escondían entre las piernas de los cíclopes, que como no ven muy bien, porque tienen un solo ojo , se los llevaban por delante y se caían haciendo un terrible ruido.

Estaba siempre oscuro y llovía.

Los relámpagos se encendían detrás de las montañas y de los calderos de las brujas saltaban príncipes convertidos en sapos.

Las letras temblaban y por todos lados había signos de admiración porque siempre había algún personaje del cuento asustado en alguna página.

Pero a él no le gustaban esas cosas.

Era tímido desde chiquito.

No estaba preparado para tanto sobresalto.

Más vale le hubiera gustado pasar desapercibido.

Pero él no era un cuento como cualquier otro cuento.

Lo sabía por la cara de los lectores.

El era un cuento que daba miedo.

Antes de que empezaran a leerlo ya podía adivinar lo que seguía.

Sabía en qué momento la nena peinada con dos colitas y moños con brillitos iba a lanzar el libro por el aire y se iba a ir llorando a llamar a su mamá.

Conocía muy bien a los chicos esos de anteojos, que ya habían leído muchos cuentos y no tenían miedo de los dragones, ni de los murciélagos pero se aburrían mucho cuando llegaba el final feliz.

No se sentía cómodo en ningún lugar.

Por donde pasaba, se escuchaban gritos.

Hacía mucho frío.

De las paredes del castillo colgaban telarañas enormes.

Los pisos crujían.

Las puertas rechinaban.

Había encontrado un pequeño escondite en una de las torres en donde podía sentarse a mirar lo que iba pasando sin que nadie lo notara.

Un día de lluvia se quedó dormido debajo de una pila de ropa vieja, en el fondo de un placard.

Se despertó varios meses después y se dio cuenta de que seguía guardado en el mismo lugar. Muy despacio comenzó a caminar en puntas de pie.

Había tanto silencio en todas las páginas que se asustó.

Los fantasmas se habían ido.

No estaban por ningún lado.

No aparecían de golpe con su risa burlona.

Tampoco se escuchaba el burbujeante caldero de las tres brujas rubias siempre preparado para cocinar niños o transformarlos en ratones.

Un rayo de sol se colaba por el agujero de un gran ventanal, pero ningún lobo solitario recuperaba su engañosa apariencia humana.

Se animó a apoyar todo el zapato y se dio cuenta de que el piso ya no protestaba.

En el piano ahora lustrado y con todas las teclas nuevas y relucientes encontró la partitura de una nueva canción.

Se puso los anteojos y comenzó a tararearla bajito:

Hasta hoy no lo sabía

que tanta pena sentía

y que aunque fama tenia

ya nada me divertía.

Mi corazón no podía

tener tanta cobardía

que es miedo lo que me hacía

no ser una poesía.

La música envolvió la sala llena de luces de colores y un montón de palabras nuevas entraban de la mano y se sentaban en unas sillas de terciopelo rojo muy ordenadas en filas de a ocho.

Un poco asustado volvió a subir corriendo a la torre. Pero también allí todo había cambiado.

Se asomó por la ventana a espiar como siempre.

Y ahí fue que los vio.

Brujas, ratones, sapos y vampiros. Todos en fila con sus valijas hechas, esperando el tren fantasma que pasaba por última vez.

En el piso lo esperaba una nota:

Mientras Usted dormía se inundó el sótano. La heladera, vacía. Ni una rana. Ni un vasito de barro. Un calor terrible. El hombre lobo tiene gripe. La Bruja Celene afónica. La obra social no atiende por falta de pago. Imposible continuar relación laboral en estas condiciones.

Sindicato de monstruos, brujas y afines.

Bajó las escaleras despacito y de a poco fue recorriendo todos los rincones del que antes había sido el castillo encantado. Había algunas paredes que pintar, faltaban muchos cuadros y adornos.

El cuento respiró profundo y un perfume a rosas le llegó desde el jardín.

Despacito se sonrió. Ya nada en ese libro daba miedo.

Entró al salón. Una ronda de estrellas y pececitos de colores lo esperaba. Una flauta larga y plateada bailaba y cantaba loca de alegría arriba del piano:

Tengo un montón de palabras

nuevas y desconocidas

son suaves y melodiosas

una para cada día.

Antes no las conocía,

quizás porque no sabía,

que es miedo lo que me hacía,

no ser una poesía.

sábado, 26 de junio de 2010

Cuentos de estacion V

LA ESTACION DE LOS COLORES

Aquella mañana había tantos colores en el cielo, tantos que parecía la paleta desprolija de un pintor. La gente salía de sus casas, como todos los días, para ir a trabajar y despacito, casi sin quererlo, iba levantando la mirada.

Rosa, verde, lila, gris y amarillo, y más allá tres arco iris subían y bajaban . Varias nubes rojas atravesaban los techos más altos.

- Pero, ¡ qué barbaridad ! - decía una señora gorda - Alguien tiene que poner fin a este desorden.

- Es verdad. - asentía su vecina - No se puede cambiar el cielo así como así. Alguien tiene que dar una explicación.

Y mientras se quejaba barría el polvo de la vereda, que ya no era gris sino anaranjado como el de las piedritas de la plaza.

- ¿Se da cuenta vecina?, ya ni el polvo tiene color a tierra.

- Evidentemente algo muy raro está pasando.

Cuando Andrés salió ese día para el colegio vio, como todos los demás, aquel fabuloso remolino multicolor y el corazón le dio un salto:

- ¡Es verdad! - gritó riendo y saltando.

Enseguida un grupo de señores de traje y portafolio que se hallaban reunidos en una esquina lo miraron seriamente.

Andrés se sobresaltó y fue a esconderse detrás de un árbol desde donde no pudo evitar escuchar la conversación:

- Esto no es un juego, es una cosa muy seria-

- Absolutamente seria. Imagínese que hoy escuché a un grupo de personas decir: “ Nunca se ha visto algo tan hermoso, no necesitamos nada más porque solo mirar el cielo nos hace felices.”

- Es cierto, yo también estoy sufriendo graves consecuencias. No pude vender un solo diario hoy. Cuando alguien finalmente se acercaba me decía: ¿ En el diario dicen algo sobre lo que está pasando?

Por supuesto, respondía yo , aquí está todo lo importante, el partido de futbol del domingo, la reunión de los políticos para las próximas elecciones, en fin, todo. Y las personas me respondían : No , no , yo quiero saber sobre el cielo. Gracias. No me venda nada.

Y así se fueron uno tras otro y, vea, allí está la pila de diarios sin vender.

- Algo hay que hacer. Tenemos que unirnos todos y pedir al gobierno que encuentre al responsable de esto y lo encierre para siempre.

Andrés se asustó tanto que salió corriendo y no paró hasta estar muy lejos de esos señores tan malhumorados.

Al fin llegó a la escuela donde la maestra esperaba como siempre.

- Seño, seño ¿vio el cielo?- gritaban los chicos

- ¿Cielo? Ah ! sí, las manchas. Seguramente hay alguna explicación científica. Ahora mejor vamos al aula que hay muchas cosas importantes que aprender.

Al salir de la escuela Andrés no pudo evitar ver que la gente marchaba por las calles con grandes carteles; unos, pintados con los mismos colores del cielo decían:

VIVA LA ESTACIÓN DE LOS COLORES

Otros , que llevaban señores enojados, entre los cuales Andrés reconoció enseguida a uno de los hombres de portafolio y bigotito que había visto más temprano, tenían escrito con letras negras en fondo blanco:

“NO AL DESORDEN. EXIGIMOS CONTROL DEL CIELO YA”

Cada vez más y más gente salía a la calle, unos tomaban partido por un bando y otros por el otro.

Tanto lío se armó que el gobierno ordenó una investigación para encontrar al responsable de semejante revuelo.

Cuán grande fue la sorpresa de todos al descubrirse finalmente que el culpable tenía seis años y vivía cerca de una plaza.

Andrés no sabía cómo lo habían descubierto. ¿Quién podía saber que había hablado con una estrella? “Aquello que tu corazón desea ya existe”, le había dicho la estrella al despedirse y luego al día siguiente todo era igual a lo que tanto había soñado.

¡ Los dibujos ! Claro, ¡esa era la prueba!. Sus dibujos eran igualitos a la ciudad así como se veía ahora.

A las 18:00 horas tocaron el timbre de su casa y un policía serio le trajo una nota con muchos sellos que decía:

“SEÑOR ANDRÉS FELIPE: TIENE VEINTICUATRO HORAS PARA ORDENAR EL DESASTRE QUE HA HECHO. SABEMOS QUE FUE USTED. NO SE DEMORE. EL JUEZ”

A la noche, despacito para que su mamá no lo viera, salió al balcón y empezó a llamar a su amiga estrella. Llorando le contó todo lo que había pasado.

Su amiga le respondió:

- Querido Andrés, yo también estoy triste porque el corazón de los hombres todavía no está preparado para recibir aquello que los hace felices.

- Sí, es cierto que hoy todos se peleaban. Pero, ¿por qué no vamos a poder ver más el cielo tan lindo? ¿Si es gratis? ¿Si era para todos?

La estrella pensó un momento y respondió :

- Está bien. – dijo la estrella pensativa - Cada año al final del verano durante una semana el cielo se pondrá de todos colores, pero para que no pase otra vez lo mismo, solo se darán cuenta aquellos que quieran tomar en serio su deseo de ser felices.

Y así, desde aquel día, al final del verano, Andrés sale a la ventana y mira sin cansarse el cielo repleto de colores como la paleta desprolija de un pintor. Y, cada tanto escucha algún chico en la calle gritar:

- ¡Mamá, mamá, el cielo está verde y un poquito amarillo!

Y, a veces, alguna mamá, casi sin darse cuenta, levanta los ojos al cielo y descubre la estación de los colores.

Cuentos de estacion IV

CUENTO DE VERANO

Había una vez una lombriz. No era una gran lombriz, era una lombriz chiquita y marrón de esas que se ocultan detrás de las piedras para que nadie las vea. Además era bastante tímida, no le gustaba pasar cerca de las rosas porque tenía miedo a las espinas, tampoco conversar con los caracoles tan grandes e imponentes.

En cuanto a las otras lombrices, no le resultaban muy interesantes, porque siempre hablaban de lo mismo. Cosas de lombrices. Que si la tierrita de aquí o de allá era mejor, que si la lechuga del vecino había crecido más este verano y también de los insecticidas, de los pesticidas y de lo que le había pasado a Ramona el último invierno que se la habían llevado para pescar y nunca más se supo de ella.

Felipa era tímida, pero tenía la sensación de que esa vida de lombriz escondía algún secreto, un misterio que lo explicaba todo y que ella no conocía todavía. Alguna vez había comentado esto con sus amigas lombrices pero, ... ¡qué papelón! Todas se habían reído de ella! Es más, todavía había alguna que cuando la cruzaba por la noche le gritaba:

“ Lombriz, lombriz ¿ por qué arrastrás por el suelo la nariz?”

O también :

“ Lombriz , insensata ¿ Por qué la tierra será negra y chata?”

Definitivamente eran muy aburridas ...

Un día cuando dormía la siesta se despertó sobresaltada.

¡ PUM! ¡PUM! , se sentía en el patio y todo el suelo se movía. Quería levantarse para espiar pero no podía. Al final se asomó detrás de la piedra y lo vio. Era un nenito. Corría y saltaba ... corría y saltaba ... De repente se detuvo y la vio. Ella se dio cuenta de que el niño la había visto y se acercaba. ¡ Qué susto! El corazón le latía acelerado. Por un momento se le cruzó lo de la pobre Ramona pero lo descartó, los niños no van a pescar.

Juan Cruz se acercó hasta ella despacio y se agachó para verla bien.

Se dio vuelta y dijo:

- ¡ Mirá mamá ! ¡Bicho!

La mamá miró de lejos y le dijo:

- Ah! Eso es una lombriz!.

- Lombri - repitió Juan Cruz riéndose. La miró un instante y salió corriendo.

Felipa se sorprendió de que las lombrices fueran tan conocidas por los seres humanos. Siempre había pensado que entre su mundo y el de los hombres no había otra cosa más que destinos como el de Ramona.

Extraño pensó, y se fue a buscar alguna manzana perdida en donde dormir esa noche.

Al día siguiente Juan Cruz salió al patio con intención de ver a su “amiga bicho” y comenzó a buscarla:

“ Lombri, Lombri , ¿dónde tás?”

Felipa se despertó sobresaltada. ¿ Quién me llama? ¡Es el nenito! Se asomó tímidamente y él la vio.

- Hola Lombri ¡Qué linda! Mirá mamá. Otra vez lombri ...!

¿Linda? ¡Eso si que era inesperado! ¿ Cómo podía alguien estimar su cuerpo finito y largo de color pardusco y sin ninguna gracia?

Los otros bichos del patio siempre la miraban despectivamente o con cara de hambre como el Señor Sapo, pero allí había alguien que la miraba de un modo diferente.

Felipa se animó y se acercó un poquito. Juan Cruz se sonrió y ella se dio cuenta de que él era feliz sólo con verla. Y ella, ella era feliz al ver sonreir a su pequeño amigo. Simplemente porque si ...

Desde entonces Juan Cruz salía seguido al patio para verla y ella se despertaba todos los días pensando que él vendría. Todos los días salvo los días de lluvia , claro, porque esos días no son para andar por ahí...

Era bueno que ella estuviera allí. Ese era el secreto que tanto había buscado.

Alguien, el creador de todas las lombrices , de todos los bichos y de todos los nenitos los había puesto ahí para que todos los nenitos y las lombrices fueran felices.

Desde entonces Felipa ya no se esconde, ni tiene miedo. Todos los días sale al patio a tomar sol y a mirar las rosas que por cierto , son tan hermosas.


Cuentos de estacion III

CUENTO DE PRIMAVERA

La casa nueva era todo un misterio para Rosario. ¡Cuánto espacio desconocido! Cada rincón era un mundo para descubrir. Subía y bajaba la escalera tratando de recordar donde estaban las cosas.

En la familia todos estaban ocupados con la mudanza. La mamá iba y venía guardando la ropa en los armarios. El papá colgaba bombitas y arreglaba enchufes. Hasta Nicolás, el hermano mayor, ayudaba cargando bultos. Todo estaba lleno de canastos y el bebe gateaba entre las cosas revolviéndolo todo.

¡Qué lío!

Corriendo entre las cajas llegó a un lugar que parecía ser la cocina. Debía ser la cocina porque se parecía bastante a la de la otra casa. Además allí habían puesto la heladera.

En realidad lo que ella buscaba desde que llegaron era el patio, el famoso patio donde iba a poder correr y andar en bicicleta. De repente lo vio por la ventana. Pero era muy alta y además no podía salir por la ventana. Buscó a su alrededor hasta que al fin vio la puerta. La emoción hizo que tardara unos segundos en atravesarla corriendo. ¡ Ya estaba allí!

Iba y venía. Daba vueltas, saltaba, no podía parar de correr. Era como si quisiera atrapar todo el espacio para ella. Al fin se sentó cansada contra la pared.

- Chst! chst! - escuchó de repente. Miró a su alrededor pero no vio nada.

- Pst! Pst! - Otra vez parecía que alguien la llamaba.

Volvió a mirar , pero a su alrededor no había nadie. Solo esa florcita medio caída. Se acercó para mirarla bien.

- Soy yo que te estoy llamando - dijo la flor.

Rosario abrió los ojos. Nunca había visto que una flor hablara. Claro que la señorita en el jardín había contado muchas veces cuentos de flores habladoras. Pero esos eran cuentos . . .

Se restregó los ojos para verla bien y vio que era de color rosa.

- Me llamo Rosalía - dijo la flor - y desde que nací nadie vino a verme... Estoy tan triste aquí , sin que nadie me cuide...

- No te hagas problema, le dijo Rosario, ahora que vinimos a vivir aquí seguro que mi mamá te va a cuidar.

- ¿ Tu mamá? - preguntó Rosalía algo sorprendida.

- Claro, mi mamá cuida las plantitas.

- No, no entendiste. La gente grande tarda mucho en vernos. Primero tiene que arreglar la casa, hacer la comida, cuidar los hijitos ... En cambio tú ... tú tienes tiempo libre - sugirió la flor con un poco de timidez.

- ¿Yo? - dijo Rosario - Pero yo no sé cuidar florcitas. ¡ No voy a poder!.-.

- Claro que vas a poder, porque yo te voy a pedir lo que necesito.

¡Rosario, la cena! se escuchó de golpe. La nena se despidió rápido de su amiguita y salió corriendo.

A la noche se durmió nerviosa por lo que había pasado. Nadie era amiga de una flor. ¡Ella sí! Ella tenía como amiga una flor rosa. ¡Qué hermoso!

Durante un mes Rosalía le fue diciendo a Rosario lo que tenía que hacer para cuidarla. Ahora darle agua, ahora tapar el sol, sacar los caracoles que andaban cerca. Cada día se ponía más y más linda. Tan linda que un día la mamá la vio y le dijo: Rosario, ¡Qué hermosa rosa!, ¿ Tú la cuidas?

- Sí - dijo Rosario sin entender porque su mamá llamaba “Rosa” a Rosalía.

Cuando la mamá se fue Rosalía llamó a la nena y le dijo:

- ¿ Falta mucho para el día de la madre? - Rosario no lo sabía pero lo preguntaría en el Jardín.

Al otro día fue corriendo con la noticia: el próximo domingo era el día.

Rosalía se puso seria y dijo:

- El próximo domingo por la mañana me vas a cortar de aquí y me vas a regalar a tu mamá.

- ¿ Cortarte? - preguntó Rosario espantada. ¡¿Cómo cortarte?! No, yo no quiero. Tú eres mía. Además si te corto no vas a estar más ... Las lágrimas le caían de los ojos un poco enojados.

- Pero yo te dije que te iba a ir diciendo qué hacer. Las flores nacimos para ser regaladas. Si nadie nos regala es como si hubiéramos vivido por la mitad. La primavera se acaba y si no me regalas yo me voy a ir igual pero siendo una flor inútil.

Rosario no entendió. A ella no le gustaba la idea. Por otra parte no le parecía bien desobedecer a su amiga ...

El domingo se levantó bien temprano por la mañana, buscó la tijera grande del costurero y fue al jardín. Rosalía la esperaba nerviosa. Antes de que la cortara le dijo: “Mañana cuando vengas aquí habrá una sorpresa”. Rosario no quiso esperar más. Cortó la flor y confiada en su amiga entró corriendo a la cocina donde la mamá preparaba la leche:

- ¡Feliz día mamá! - le dijo mientras le daba la rosa rosa.

- ¡Para mi ! - La mamá no podía creerlo. Abrazó mucho a Rosario y le dio un beso.

- ¡Pero esta es tu florcita!. ¡Muchas gracias! Fue volando a ponerla en un hermoso florero alto.

Desde allí Rosalía adornaba toda la casa.

¡ Qué contenta se puso mamá!, pensaba Rosario. Y yo estoy tan contenta de haberle regalado mi flor.

Pero eso no fue todo porque cada uno de la casa que llegaba a desayunar veía la flor y exclamaba: ¡Qué hermosa! ¿Quién la regaló?

Rosario se sentía orgullosa de su regalo y también de haber obedecido a Rosalía. ¡Era cierto!, las flores se habían hecho para ser regaladas.

Al otro día recordó las últimas palabras de su amiga y corrió al patio. ¡Qué sorpresa! En el lugar de Rosalía había un montón de pimpollitos de rosas.

Cuentos de estacion II

CUENTO DE INVIERNO

Hacía mucho frío aquella mañana. Las cosas parecían de hielo y el sol, tímido, apenas brillaba allá alto, demasiado alto. Nicolás se puso los guantes y la bufanda y salió camino a la escuela como todos los días.

En la calle, casi desierta, una señora baldeaba la vereda y otros chicos como él, caminaban rápido, las espaldas cargadas y una monotonía solo interrumpida por las “burbujas” de humo de la respiración agitada.

Otra vez el mismo discurso del Director, siempre serio, bien parado. Realmente no era interesante ...

Una campana lo hizo levantar automáticamente su mochila y caminar, todavía dormido hasta el aula.

Mientras sacaba sus cosas, Alberto, un poco más despierto planeaba a gritos el campeonato de fútbol. Carlitos y César hablaban del último recital de rock. Parecía que nada nuevo iba a pasar hoy, ... que nunca iba a pasar nada nuevo. Y sin embargo todas las mañanas tenía esa misma ansiedad, el presentimiento de esperar algo que todavía no había sucedido.

Beatriz pasó lista y comenzó a hablar. Nicolás fijó su mirada en la lámina del espacio que colgaba al lado del pizarrón. Los meteoritos pasaban a toda velocidad entre los planetas. La luna, cada vez más cerca, era una enorme bola sin forma. Cada estrella fugaz lo encandilaba. No veía bien por donde iba. De repente una enorme nave apareció frente a sus ojos. ¡Se iba a estrellar! ¡Rin! ¡Rin!

El timbre del recreo lo volvió otra vez a la realidad.

- ¡La pelota! ¿Trajiste la pelota?! - gritaba Alberto entusiasmado. Por suerte nadie había notado su pequeño viaje al espacio exterior.

El partido lo despertó del todo, hasta le dio hambre y recordó que hoy tampoco había desayunado. Se comió el alfajor de la abuela y entró a clase.

Esta vez fue Marta la que empezó con su clase de matemática. Los números bailaban de una punta a la otra del pizarrón. Sumar, restar, sumar ... Nicolás ya se había sentado en su escritorio de banquero del oeste. Contaba dinero y daba órdenes a los empleados que corrían de una lado a otro. Por la ventana los indios se acercaban con cara de pocos amigos...

- Su prueba ¡Señor! - escuchó de pronto. La maestra lo miraba seria. El no entendía por qué , hasta que vio el terrible dos grande y en rojo al final de la hoja.

En ese momento se dio cuenta de que todos a su alrededor protestaban alborotados. Sólo unos pocos sonreían satisfechos. Se dio vuelta bruscamente, como si se hubiera acordado de algo, y buscó entre las caras de sus compañeros. Allá lejos , en el banco de la ventana estaba Tomás. Siempre sonriente. Para él estar en la escuela no era un problema. No solo se sacaba buenas notas sino que también le daba por ayudar al aburrido de Jorge que nunca entendía nada o borrar el pizarrón o escuchar con atención las largas explicaciones del profesor de historia. Debía ser un aburrido o un miedoso. Un aburrido, bien aburrido, se repetía Nicolás mientras guardaba el dos bien escondido dentro de la mochila.

La última hora era la de música. El himno al maestro. ¡Por Dios! ¡El día de hoy no pasará nunca!. Los dedos del profesor bailaban ágiles sobre el piano y la flauta ya se había convertido en micrófono. Ahora Nicolás cantaba rock frente a un gran público que lo aclamaba a gritos.

De golpe un terrible trueno lo sobresaltó. Una fuerte lluvia golpeaba las ventanas. Justo a la hora de salir y sin paraguas. Esto era el broche de oro del día.

El timbre sonó como siempre y todos se prepararon para irse. Cuando la puerta se abrió el aluvión de chicos inundó la calle. Entre los apretujones Nicolás logró llegar a la esquina. La lluvia cada vez más fuerte no lo dejaba ver. La mochila pesaba el doble. La ropa húmeda se le pegaba al cuerpo. De repente el suelo se movió bajo sus pies. Patinaba y patinaba sin poder frenar la caída. De golpe se dio cuenta de que no era el único. Tomás, que acababa de tropezarse con la mochila caída de Nicolás, se resbalaba igual que él. Sin poder mantener el equilibrio chocaron uno con el otro y terminaron en medio de un gran charco de barro.

-¡Pero qué tonto eres ! – protestó Nicolás

-El tonto eres tú, yo no me hubiera caído sino hubieras dejado esa mochila en el suelo! – replicó Tomás mientras se secaba las manos en el guardapolvo.

- Yo no “dejé la mochila”,... es evidente que se me cayó al suelo... – respondió Nicolás molesto.

-¡Qué raro! , ¿no?! ¿Es que nunca puedes hacer “nada” bien? – dijo Tomás refiriéndose a la fama de “chico revoltoso” de Nicolás.

-¿Y tú? ¿Qué? ¿Nunca te equivocas? ¿Eres perfecto? ¿eh? - lo desafió Nicolás mientras se acomodaba la ropa mojada.

-Por lo menos lo intento ...., aunque no sé si me gusta – contestó Tomás que ya había empezado a calmarse del enojo.

Nicolás se sorprendió. - Bueno, a mi tampoco me gusta ser “ el que trae las malas notas” – se sinceró Nicolás- pero cuando pienso en los deberes o en hacer las compras ... lo único que se me ocurre es encontrar una buena excusa para no hacerlos. Claro que eso me trae problemas en casa y en la escuela ... pero ... los prefiero. - Nicolás se frenó de golpe. Estaba hablando demás. ¿ Por qué estaba diciendo todo eso? Miró a Tomás esperando ver alguna mueca burlona, pero no fue así. Su compañero escuchaba con respeto, es más parecía estar esperando algo más Esto lo decidió a continuar:

- No es cierto que prefiero los problemas. Pero las cosas que pasan todos los días me aburren ... En cambio a vos parece que te gustan.

Tomás se sorprendió. Lo miró con lo grandes ojos grises. Nunca hubiera imaginado que el revoltoso este pudiera decir algo así . El que siempre lo había considerado un atropellado.

- ¿ A mi? No , a mi tampoco me gustan, solo que sé que es mejor hacer y después descansar ... A mi lo que sí me gustaría es que fuéramos amigos - sugirió Tomás casi con temor.

-¿ Tu amigo? repitió Nicolás. La propuesta lo dejó boquiabierto. Ser amigo del mejor alumno, él, que era un vago con diploma . Esto sí que era interesante. Nadie lo iba a poder creer. Después de todo no había sido tan mala la lluvia. Miró a Tomás y le sonrió.

-¿Por qué no? ¿A vos, te gusta el rock? – le dijo mientras cargaba la mochila, todavía mojada y empezaba a caminar junto a Tomás.

Ese día Nicolás comprendió que en la escuela había muchas cosas interesantes para descubrir.