domingo, 4 de julio de 2010

Abrir los ojos

Fausto le tenía miedo a muchas cosas. Al agua, a los bichos, a la gente desconocida, a las personas mayores, al tobogán, a la hamaca, al triciclo y a los fideos con tuco que, según él, parecían gusanos.

Cuando en el verano su familia iba a pasar las vacaciones a la playa, su mamá lo quería llevar a jugar al mar, pero él se quedaba lejos, sentado bajo la sombrilla con remera y medias y zapatillas.

Como le tenía miedo al sol porque quemaba, se quedaba debajo de la sombrilla y no se movía de ahí hasta la hora de volver a su casa.

Tenía muchos juguetes de muchos colores, palas, moldes, baldes, rastrillos y otras cosas de gran utilidad para un chico que necesita divertirse en la playa y por eso había siempre otros nenes que querían jugar con él. Pero Fausto no quería saber nada. Le daba mucho miedo que le robaran un juguete o se lo rompieran.

Como casi no sabía hablar lloraba mucho y así todos se enteraban de las cosas que él no quería hacer.

Si le querían sacar los zapatos para que jugara en la arena, lloraba; si le tocaban un baldecito, lloraba; si el sol entraba por debajo de la sombrilla, lloraba.

Ya en su casa se sentía tranquilo porque podía jugar solo y tomar la leche con galletitas.

Fausto tenía una hermana que siempre andaba por ahí cantando y saltando, pero a él no le gustaba tener una hermana porque a veces la mamá le pedía que le prestara algún juguete y él tenía mucho miedo de que no se lo devolviera nunca más o de que se lo rompiera.

Margarita no entendía muy bien por qué su hermano estaba siempre tan triste o enojado, pero como era el único hermano que tenía andaba siempre buscándolo para jugar, aunque no fuera tan divertido.

Los dos dormían juntos en un cuarto con dos camitas separadas por una mesa de luz chiquita en la que la mamá había colocado uno de esos veladores que dan una luz pálida, debilucha para que uno lo pueda dejar encendido toda la noche.

Porque a lo que más miedo le tenía Fausto, era a la oscuridad.

Por esa razón la mamá lo dejaba dormir con la luz prendida.

De tanto estar con su hermano también Margarita se empezó a asustar cuando llegaba la noche y a pensar que, a lo mejor, algo terrible podía pasar si se apagaban todas las luces.

Por suerte, Margarita le contó todo a su abuela un día que fueron juntas a la plaza. Su abuela, a su vez, le confió un secreto. Gracias a ese secreto Margarita se sentía segura, porque sabía qué hacer si alguna vez se quedaba a oscuras en algún lugar.

Todos le tenemos miedo a la oscuridad, le había dicho la abuela Amelia, pero lo importante es saber esperar la claridad. Vas a ver que cuando todo está oscuro, aunque al principio te parece que no se ve nada, de a poco, la claridad que manda la luna se mete a través de la ventana .

Desde entonces, Margarita andaba tratando de quedarse a oscuras para ver qué pasaba, pero no podía porque ni bien llegaba la noche Fausto prendía la luz enseguida y no había manera de hacerlo cambiar de opinión.

Un noche se despertó sobresaltada escuchando llorar a Fausto que gritaba asustado: ¡La luz, la luz! ¡Mamá se apagó la luz!.

-Ya voy Fausto, le decía la mamá, esperá que se cortó la luz y no se ve nada. Estoy buscando una linterna.

Margarita abrió bien los ojos y se acordó de su secreto. Ahora la voy a ver se decía. Seguro que va a venir.

Como Fausto lloraba mucho Margarita lo agarró de la mano y le dijo:

-Quedate tranquilo y abrí los ojos que ahora en un ratito por esa ventana va a entrar la claridad, me lo dijo la abuela.

¡Buaaaa!, lloraba Fausto. ¡No quiero abrir los ojos! ¡ Tengo miedo! ¡Quiero la luz!

Margarita seguía viendo todo oscuro pero estaba tan emocionada esperando ver la famosa claridad, que se olvidó de tener miedo y por eso tenía los ojos bien abiertos.

De repente unos rayitos de luna empezaron a colarse por las rendijas de la persiana. Era como una neblina blanca. La lucecita comenzó a iluminar de a poco toda la habitación. Pudo ver la forma de las camas y darse cuenta de dónde estaba la puerta, y después la ventana y la cortina.

¡Mirá Fausto! ¡ Mirá la claridad!, le decía. Pero Fausto se negaba a abrir los ojos y pateaba cada vez más fuerte contra el suelo.

- ¡Mamá! ¡Vení¡

Margarita se levantó despacio y tratando de no llevarse nada por delante, llegó hasta la ventana y levantó la persiana un poco. Miles de rayos de luna salieron disparados por todos lados como si fueran fuegos artificiales.

Era verdad, pensó, ahí estaba finalmente la claridad.

En ese momento volvió la luz y la casa se llenó de un fogonazo de electricidad, porque de tanto intentar averiguar qué era lo que estaba pasando, sin querer, los papás habían dejado todas las luces prendidas.

Al fin Fausto abrió los ojos. ¿Volvió la luz? Preguntaba restregándose los ojos rojos de tanto llorar.

¿No la viste? le dijo Margarita.

¿Si no vi qué?, le preguntó mientras se acostaba asegurándose de dejar encendido el velador de noche.

-¡La claridad! Entró por todos lados. Toda la pieza se iluminó.

-¡Mentira! Sos una mentirosa. Lo que pasa es que vos me querés sacar el velador, pero es mío. ¡Mamá! ¡Margarita me quiere sacar el velador!

- Lo único que falta es que ahora se pongan a pelear ustedes dos. Margarita devolvele el velador a tu hermano, ¿No ves que es chiquito y tiene miedo pobre? . ¡Todo el mundo a dormir!

Al fin el silencio invadió la casa una vez más. En la habitación brillaba la luz amarilla del velador de Fausto.

En su cama Margarita cerró los ojos para dormirse, feliz de haber abierto los ojos en medio de la oscuridad.

1 comentario: