jueves, 1 de julio de 2010

La guerra de las ciruelas

Una ciruela es una fruta bastante simpática.

No es lo mismo que nos digan que hay de postre “manzanas” o “naranjas” que “ciruelas”.

Las ciruelas son chiquitas, redondas, suavecitas y de un color rojito muy tentador.

Una ciruela puede calmar la sed en verano.

Puede reemplazar un caramelo.

Si está pasada sirve para hacer dulce.

Si se hierve, compota.

Eso lo sabe todo el mundo.

Lo que no todo el mundo sabe es que una ciruela, puede desatar una guerra.

Era verano. Como todos los años, viajábamos a Mar del Plata huyendo del calor de Buenos Aires y no regresábamos hasta marzo, fecha en la que empezaban las clases.

Durante todos esos meses de vida en una casa con jardín, la de mi abuela materna, y más vida en otra casa con más jardín , la de mi abuela paterna, yo no dejaba de hacer planes acerca de la posibilidad de dejar de vivir en un departamento oscuro y cerrado en medio de los ruidos del barrio de Caballito en Buenos Aires .

El cielo, el pasto, los caracoles, el olor de la mañana, el canto de algún gallo que se escuchaba de lejos.

- ¡Mamá! ¿por qué no podemos quedarnos a vivir acá? ¿Por qué no podemos tener una casa? , le decía yo con mis esperanzados ocho años. Y mi mamá, que era soñadora por naturaleza, se sentaba a soñar conmigo y a hacer planes acerca de una posible vida en Mar del Plata, que por supuesto nunca llegó.

Por la tarde solíamos visitar a mi abuela Amelia, la mamá de mi papá . Al contrario de lo que pasaba en la familia de mi mamá, la familia de mi papá estaba llena de tíos abuelos, primos, parientes lejanos y cercanos, esposas de tíos y amigas y amigos y vecinos. Y casi todas las veces que íbamos de visita estaban todos allí tomando un licorcito con poco alcohol y mucha fruta que preparaba mi tía Josefina. Era un licorcito de ciruela, de las ciruelas que daba un árbol enorme y generoso que había en el fondo del jardín.

El jardín tenía tres árboles que daban frutas.

Un manzano.

Un limonero.

Un ciruelo.

El manzano era chiquito y daba unas pocas manzanitas que en general disfrutaba mi abuela. El limonero, como todos los limoneros de buena cepa, daba muchos limones durante todo el año, que se repartían en forma equitativa entre todos los visitantes, por orden de importancia empezando por los parientes más cercanos hasta llegar a los amigos más lejanos.

Pero no pasaba lo mismo con el ciruelo.

De ninguna manera.

El ciruelo era algo especial.

Desde los primeros días de diciembre los invitados se acercaban al jardín para espiar disimuladamente, haciendo cálculos acerca de la cantidad de ciruelas que le tocaría a cada uno cuando llegara el momento del reparto. Todos nos dábamos cuenta, pero nadie decía nada, al menos en voz alta.

Como yo era chica , y nadie me prestaba atención, los escuchaba muchas veces comentar:

“ Mirá ahí va Leopoldo a contar las ciruelas que hay en el árbol.”

O también cosas como:

“Este año no va a pasar lo mismo que el año pasado en que la llorona de Emita se llevó las más dulces y grandes.”

O aún peor:

“Hay que ser amarrete para venir acá a llevarse las ciruelas pudiendo comprarlas en el mercado”

Y entonces yo sabía que la guerra ya estaba comenzando.

La primera señal era la aparición de las primeras y mejores en un plato que mi abuela ponía en el centro de la mesa del comedor. Al pasar y de modo distraído cada uno hacía sus comentarios:

¡Parece que este año el árbol está dando muy lindas ciruelas!

¡ Las del año pasado eran más rojas y grandes, claro que a mi me tocaron solo unas pocas !

o también:

¿ Ya empezaron a madurar las ciruelas ? Mirá vos, casi no me había dado cuenta.

Mientras, y aprovechando la guerra de miradas y sobreentendidos que empezaba a desatarse, yo agarraba la ciruela más grande del plato y con la complicidad de mi abuela iba hasta la cocina para lavarla en la pileta y comérmela sentada en un banquito que había, escondido al costado de una mesa con mantel verde de plástico.

Amelia, sonriendo me decía : ¿Viste que roja está por adentro ? ¿Está rica? Yo asentía con la cabeza , sabiendo que no debía hablar de más, porque esto era un secreto entre ella, la ciruela y yo.

Fue justo el verano en que cumplí ocho años, cosa de la que me acuerdo muy bien porque me habían cambiado del colegio del barrio a un colegio muy caro que quedaba en el centro y que me daba dolor de estómago con solo llegar a la puerta

Ese año el reparto de ciruelas había comenzado un poco antes de lo acostumbrado, quizás porque había menos en el árbol, quizás porque mi abuela quería evitar los problemas de siempre. ¡Pobre! Todavía la recuerdo armando bolsitas en la cocina, tratando de contentar a hijos, hermanos y otros parientes que se consideraban merecedores de las tan codiciadas frutas.

Siempre había alguno que no quedaba conforme.

Siempre había alguno que llegaba tarde.

Siempre alguno se quejaba.

Lo que nunca me hubiera imaginado era que ese año la descontenta iba a ser mi mamá.

La guerra se había desatado y la artillería se preparaba en mi casa.

- ¿Te fijaste que le estuvo pasando una bolsa a Leopoldo a escondidas? , le decía a mi papá mientras íbamos en el auto de vuelta a casa.

Mi papá, que era experto en ignorar las tormentas que desataba mi mamá por motivos domésticos le contestaba con su acostumbrado:

- Y bueno, Martita, no importa...son ciruelas nada más....

Terrible error que aumentaba el “efecto indignación” de mi mamá que comenzaba a sospechar una confabulación en su contra tramada entre mi papá , sus tíos y sus padres.

Fue llegar a la casa y que mi mamá se arrojara al teléfono, que era uno de esos negritos con el marcador redondo de agujeritos.

De todo le dijo a mi abuela. Menos linda, de todo.

Pero no terminó ahí la cosa, porque media hora más tarde llegaban mis abuelos con una enorme cesta de ciruelas destinada a hacer las paces con mi familia.

Mi hermano y yo mirábamos quietitos sentados en un sillón que había al lado de la ventana.

Atrás en un fitito azul llegaban también mis tíos Leopoldo y Beatriz. Y cuando ya todos se habían bajado de los autos y se dirigían a la puerta vimos llegar también a Emita y su marido.

Ellos afuera, nosotros adentro. Cada uno evaluaba sus armas y estrategias.

En la calle, los tíos convencían a mi abuela de lo innecesario de “desperdiciar” tantas ciruelas para hacer las paces con mi mamá.

En casa, mi mamá aseguraba que daría vuelta la cesta entera en la cabeza de mi abuelo Arturo.

Timbre.

No se bien qué pasó. Fue todo tan rápido.

Cuando llegué a la puerta , montones de ciruelas rodaban por ahí, o habían quedado aplastadas contra algo. Al parecer o mi mamá no tenía buena puntería, o mi abuelo era bueno esquivando.

Una vez las ciruelas en el suelo, ya no había botín de guerra.

¡Las ciruelas! , fue lo último que escuché gritar antes de entrar.

Todos se miraban, inmóviles, incapaces de reaccionar. Solo mi abuela con la cesta en las manos empezó a juntar las ciruelas caídas.

Mi hermano y yo la ayudamos sin que nadie nos lo pidiera.

¿Qué vamos a hacer con esto abuela?, le pregunté mientras depositaba algunas que habían quedado bastante abolladas.

- Dulce, me contestó. Y esta vez, espero que alcance para todos.

- ¿Te puedo ayudar? le dije.

- Claro que sí , me respondió, esta noche lo hacemos juntas.

Salieron como veinte frascos de dulce de ciruela. Todos quedaron contentos y pronto volvieron a compartir las tardes como si nada hubiera pasado.

Yo no me daba cuenta, pero ahora lo sé.

Ese día ella me enseñó a ganar las guerras, con armas de mujer.

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