jueves, 1 de julio de 2010

Algo nuevo para Lola

Lola vivía en un barrio lleno de edificios muy altos. El barrio quedaba en una ciudad muy grande . Todos los barrios de la ciudad eran parecidos.

Por eso a la gente le daba lo mismo vivir en un lugar que en otro, porque todos los barrios eran casi iguales. Eran tan iguales que a veces las personas se confundían y se perdían.

Su papá le contaba que cuando él era chico los barrios eran todos diferentes y en cada uno había plazas llenas de juegos en donde los chicos podían salir a correr y a encontrar amigos. Pero ella no podía ni imaginar algo así, porque nunca lo había visto.

Tampoco había visto la luz del sol , ni el cielo celeste que aparecía en las películas viejas.

Cuando salía a la calle, siempre de la mano de su mamá, solo podía ver la espalda de las personas que se iban y las barrigas de las personas que venían. A veces se detenía a mirar con detalle los botones de los sacos de la gente que cruzaba. Se había dado cuenta de que había muchos tipos de botones, grandes y chiquitos, de mujer y de varón, algunos con formas raras.

Sabía que no tenía sentido mirar para arriba, para arriba solo se veía un enjambre de balcones grises que crecía hasta perderse en más balcones grises.

Al principio miraba también la cara de las personas grandes, pero con el tiempo se había cansado. Era tan aburrido como tratar de diferenciar un edificio de otro, o un barrio de otro. Todas las caras eran iguales.

Serias.

Tristes.

Aburridas.

Preocupadas.

Con la mirada perdida. Hacia adelante.

Ni hacia arriba, ni hacia abajo. Hacia adelante.

Claro que ella nunca estaba adelante, ella era chiquita. Ella siempre estaba abajo.

Pero nadie miraba para abajo.

Se había acostumbrado a andar con el brazo levantado, colgando de la mano de la persona grande que la acompañaba. Pero ya no miraba para arriba, sabía que arriba no había nada para ver, y también sabía que nadie iba a mirar para abajo.

Durante un tiempo intentó ella también caminar mirando hacia adelante, pero el paisaje no cambiaba: espaldas, barrigas, espaldas, barrigas.

Un día, por andar mirando un botón verde con forma de flor que tenía una señora gorda en un saco de lana roja, se tropezó y se cayó al suelo.

- ¿Dónde estabas mirando?, la retó su mamá enojada. Tenés que mirar adonde ponés los pies, le ordenó.

Así fue cómo, desde ese día Lola empezó a caminar mirando el suelo.

Nunca se hubiera imaginado que había tantas cosas para mirar allí abajo.

Papelitos de chocolates o caramelos que la gente tiraba al pasar. Hojas amarillas y secas que se habían caído de los árboles. Monedas que alguien sin darse cuenta había perdido.

Y así, día tras día, cuando iba y volvía del Jardín de Infantes, Lola se entretenía mirando el mundo del suelo, que, después de todo, era el que le quedaba más al alcance de la mano.

Mirando esas cosas, intentaba entender lo que los adultos hacían en un mundo, que para ella quedaba demasiado alto.

Un día se le ocurrió que podía juntar las cosas que iba encontrando en el camino para averiguar qué eran.

Con el tiempo tuvo una buena colección de pedacitos de cordones de zapatos, papeles de chicle, colillas de cigarrillos, piedritas, ramitas, pedacitos de papel, tarjetas de teléfono usadas, y otras cosas más que le parecían muy interesantes.

Aunque Lola no lo sabía su papá siempre espiaba de lejos lo que estaba haciendo, así que cuando se dio cuenta de que a Lola le gustaba coleccionar cosas, decidió buscar algo que fuera especial.

Sin pensar, salió a caminar por la calle. Afuera hacía frío y el viento revolvía los papeles y las hojas que andaban tirados por ahí. Por más que miraba y miraba no encontraba nada que Lola no tuviera en su colección. Así que caminó y caminó durante muchas horas hasta que, finalmente, casi en el límite del barrio, que era casi el límite de la ciudad, consiguió algo diferente: el pétalo de una rosa.

-¡Un pétalo de rosa ! pensó. Desde chiquito que no veo una . Esto sí que le va a gustar, se dijo y decidió volver a su casa.

Cuando llegó ya era tan tarde que Lola dormía . Le dio un beso, dejó el pétalo de rosa junto al resto de las cosas de la bolsita y se fue despacito para no despertarla.

Al día siguiente Lola se dio cuenta enseguida de que había algo diferente entre sus cosas, pero no podía saber ni qué era, ni de dónde había llegado.

- Mirá papá , le dijo en el desayuno, un ratón me regaló una hojita rosada .

El papá sonrió y le dijo: es un pétalo de rosa.

- ¿Qué es una rosa?, le preguntó Lola intrigada, porque en esa ciudad tan gris y sin cielo, ya hacía mucho tiempo que no crecían flores.

En ese momento el papá se dio cuenta de que Lola nunca había visto una.

Hasta ese día, tampoco se había dado cuenta de que, también él extrañaba las rosas, y no solo eso, sino el cielo, y el pasto y muchas otras cosas lindas, que su vida ya no tenía. Pero estaban demasiado lejos. No podía viajar hasta allá con Lola, pero tampoco quería dejarla para ir a buscarlas. Lola era todavía demasiado pequeña para entender.

Durante muchos días anduvo más triste que de costumbre porque no se podía decidir.

Lola no quería que su papá se fuera lejos, pero todos los días volvía a preguntarle por las rosas, porque era muy, pero muy curiosa.

Un domingo, sin que nadie se diera cuenta, el papá de Lola buscó su bicicleta vieja y salió a recorrer las calles todavía dormidas. Quizás encuentre alguna en un balcón cercano pensó. Pero no fue así. Ya no quedaban flores en ese barrio, ni en esa ciudad. Ya no quedaban flores, porque ya nadie se acordaba de las flores.

Andando y andando llegó al límite de los edificios altos, al final de los barrios que quedaban uno al lado de otro y que eran todos iguales. ¡Cuánto tiempo hace que no venía por acá!, se dijo.

El mundo del otro lado era muy extraño, o por lo menos muy diferente al mundo al que se había acostumbrado.

No había calles, ni autos, ni negocios, ni música fuerte por todos lados.

Sintió un poco de frío. Era el viento. Como no había edificios se sentía más fuerte y le pegaba en la cara. Tuvo un poco de miedo porque ya no se acordaba de cómo era vivir al aire libre, pero al rato volvió a su bicicleta y pedaleo con más fuerza que antes.

No tardó mucho en encontrar un paisaje diferente: flores, pájaros, perros y gatos, tortugas y caracoles y muchas otras cosas que no veía desde que era chico. ¡Cómo me gustaría que Lola estuviera aquí conmigo! pensaba, sin dejar de buscar .

Era ya casi de noche cuando las vio: un enorme rosal lleno de rosas rojas de todos los tamaños. Se llevó la más bonita y la guardó cuidadosamente en su mochila.

Al regresar ya era de noche y en su casa todos dormían. En silencio dejó la rosa sobre la almohada de su hija y se fue a la cama.

A la mañana siguiente Lola descubrió la rosa y la agregó a su colección. Era más hermosa que cualquiera de las cosas que había juntado del suelo y por eso la cuidaba mucho.

Su papá, sin embargo, sabía que en el mundo de afuera había muchas cosas hermosas que Lola todavía no había descubierto. Muchas cosas que él también quería volver a ver.

Desde ese día nunca más pudo quedarse quieto en el barrio, que quedaba adentro de la ciudad, en donde todos los barrios se parecían a los otros barrios.

Así, todas las semanas salía a buscar algo nuevo para la colección de Lola, y ella se quedaba esperándolo, aunque a veces tardara un poquito en volver.

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